"No te confundas: hijos de puta los hay de todos los colores y todos acaban en Entrevías". Es la frase con la que concluye el trailer promocional de Entrevías, la nueva serie estrella de Tele5, en la que José Coronado prolonga su estela de tío duro madurito, mitad Activia, mitad Liam Neeson. El problema, por supuesto, no es José Coronado sino la avalancha de tópicos y estereotipos volcados en cada minuto de rodaje -yonquis, traficantes, prostitución a tope, polis corruptos- alrededor de un barrio al que le costó Dios y ayuda sacudirse el sambenito de mercadillo de la droga para que ahora venga un churro audiovisual a pegárselo otra vez a la espalda.
El estreno del primer episodio ha indignado a varias asociaciones de vecinos, que están hasta las narices de la mala fama que acarrea toda la zona y que ven con cuanta sutileza los retratan para una vez que salen en la pantalla. Por supuesto, los creadores del engendro esgrimen el argumento de que la teleserie no es el reflejo de ningún barrio concreto, sino que podría ser el retrato de cualquier extrarradio de Madrid. Por eso la han llamado Entrevías en lugar de llamarla Moncloa, Chamartín o La Moraleja. Además, para darle mayor realismo, buena parte de las calles, los locales y cafeterías que aparecen están tomados de Villaverde Alto.
Como mi infancia, mi adolescencia y mi juventud transcurrieron en Simancas, otro barrio de mala fama, conozco de primera mano el percal que intentan sacar adelante en formato televisivo, los riesgos de la delincuencia y el tráfico de drogas, las pandillas callejeras, los asaltos, los tipos que amanecían tiesos en un banco con una jeringuilla clavada en un brazo. Hacia finales de los setenta me robaron el reloj, regalo de la primera comunión, a punta de navaja, y poco después un chaval entró en clase pálido como la leche porque acababa de pasar bajo un borracho al que habían ahorcado de un árbol. Varias de estas anécdotas sirvieron de telón de fondo para mi novela Niños de tiza.
En aquellos tiempos cruzar el parque de San Blas era como internarse por territorio indio, una circunstancia que compartían Vallecas, Entrevías, Vicálvaro, Carabanchel, Canillejas y Aluche, entre otras barriadas de la periferia. Eloy de la Iglesia, José Antonio de la Loma y otros cineastas aprovecharon para intentar levantar una especie de western quinqui hecho a base de rumbas, navajeros, alunizajes y motocicletas. Como cine, la verdad, no valía gran cosa, pero al menos tenía ramalazos de crónica negra y respiraba verdad, aunque sólo fuese por contar entre sus protagonistas a auténticos delincuentes como El Pirri o El Torete, que murieron muy jóvenes, sin poder escapar al maleficio de haber llevado su papel hasta el límite detrás y delante de los focos.
En cambio, el barrio de Entrevías -como el de San Blas, el de Vicálvaro y tantos otros- ha logrado sobrevivir a su leyenda y no tiene nada que ver con ese halo criminal de jaco y jeringuillas que lo envolvió en los setenta y los ochenta. Ahora, sin embargo, los honrados panaderos, relojeros, camareros, carniceros y pescaderos de por allí tienen que aguantar que los tomen por chorizos y drogadictos de hace medio siglo sólo porque alguna lumbrera patria vio Gomorra y se le ocurrió que podía cambiar la lasaña por el bocata de calamares. Pero Gomorra, la impresionante teleserie italiana basada libremente en el libro de Roberto Saviano, resulta un fresco bastante veraz de las luchas de clanes de la camorra napolitana en los barrios de Secondigliano y La Scampia, aunque compararla con Entrevías es como poner una catedral al lado de una chabola.
Hay un auténtico acto de mala fe al bautizar una teleserie con el nombre de un barrio honesto y luego decir que no, que ellos no se referían a ese barrio sino a otro. Con lo sencillo que es inventarse un lugar, como hizo Shawn Ryan con el distrito de Farmington en la prodigiosa The Shield, un suburbio imaginario de Los Angeles que es una mezcla de razas y mafias y también una sucursal del infierno. Si hubieran querido realismo podían haber hecho una serie sobre tráfico de influencias, corrupción generalizada, sobres de dinero negro, conductores borrachos, y llamarla Génova 13, pero para eso, aparte de talento, hacen falta huevos.
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