Veinte años después del 11M, el peor atentado de la historia de Europa, Jose Mari Aznar no se ha movido un milímetro de la mentira en que se instaló para vender la moto homicida de ETA al módico precio de casi doscientos muertos y miles de familias destrozadas. A fin de cuentas, la mentira es el hábitat natural de Jose Mari, su lema de campaña, el pan que mastica, el aire que respira: desde hablar catalán en la intimidad a leer poesía árabe con la luz apagada. Hasta el bigote, mire usté, era de mentira, que, según los últimos testimonios gráficos, en el hueco bajo la nariz cabe ya una pista de pádel.
En uno de los tomos de sus Memorias -un libro que, para ser consecuentes, debería haber sido impreso en blanco-, Jose Mari contaba el asombro de Vargas Llosa al acceder a su biblioteca, aunque el escritor peruano tuvo suerte de no intentar hojear un volumen y quedarse en las manos con media pared y un caparazón de lomos. Ciertamente, sólo tras el estudio concienzudo de El Corán, las Mil y una noches, y la Historia del Abencerraje y la hermosa Jarifa, puede uno concluir, como lo hace Jose Mari, que "el problema de España con Al Qaeda empieza en el siglo VIII".
Salvo que uno sea imbécil perdido, no cabe la menor duda de que en el siglo VIII no existían ni España ni Al Qaeda, pero de la existencia de Jose Mari no podemos estar tan seguros. Su línea genealógica prospera en el planeta más o menos desde que había trilobites, de ahí que Esperanza Aguirre atribuya a España unos tres mil años de antigüedad y que Jose Mari se cascara un reportaje fotográfico disfrazado del Cid, subido a lo alto de un castillo y oteando el peligro de los moros con unas cuantas décadas de adelanto. Por aquel entonces, su bigote era tan frondoso que no le dejaba ver si los que venían a destruir España eran los moros o la ETA.
Otra cosa no, pero a Jose Mari nadie puede negarle una tozudez a prueba de evidencias. Junto a un rebaño de incondicionales y falsos profetas, sigue empeñado en que dijo la verdad sobre los atentados del 11 de marzo, soslayando las amenazas previas de Bin Laden, las pruebas forenses, los informes policiales, las reivindicaciones islamistas y el proceso judicial. Del mismo modo, Jose Mari es el único cantante del trío de las Azores que todavía insiste en que había armas de destrucción masiva en Irak, pese a que el único sitio donde faltaba buscar para encontrarlas era bajo su bigote.
Poco más se puede esperar de un tipo al que no sólo Felipe González, sino sus propios correligionarios, apodaban Marmolillo. Es terrible el daño que pueden hacer los partidos políticos, cuando uno cae en la cuenta de que, sin la maquinaria mediática del PP detrás, Jose Mari jamás hubiese pasado de la categoría de cateto, uno de esos catetos que se sientan en la barra de un bar y empiezan a desbarrar sobre lo divino y lo humano con media docena de gin-tonics de más y un palillo en la boca. También es triste comprobar la decadencia de los ídolos de Varga Llosa, que empezó con Fidel Castro, siguió con Jose Mari y concluyó con Isabel Preysler.
Veinte años después, la misma formación política que intentó engañar y manipular a la sociedad española sobre la autoría del mayor atentado en suelo europeo, maniobra en un encaje de bolillos jurídico dispuesto a ampliar la definición de terrorismo a la quema de contenedores, las manifestaciones callejeras, unas elecciones de fogueo y un gatillazo republicano. Que el monumento a la masacre del 11M en Atocha fuese derribado por orden de Ayuso sólo puede contemplarse como una burla más, un ejemplo excelso de lo poco que importan las víctimas en este país, ya sea hechos pedazos en una explosión o enterrados en una cuneta. Por lo demás, el monumento, mire usté, parecía un gin-tonic.
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