El desconcierto

La respuesta democrática de Sánchez

La respuesta ha estado a la altura del desafío. Rápida, contundente y eficaz, en defensa de los intereses de los ciudadanos. Ni un día ha tardado el gobierno de Pedro Sánchez en responder al duro reto de los presidentes del Tribunal Supremo y de la Sala Tercera, Carlos Lesmes y Luis Díez-Picazo. El Decreto Ley,  aprobado ayer en Moncloa, corrige el ridículo dislate jurídico que el Supremo ha protagonizado durante dos semanas ad maiorem gloriam y máxime beneficio de la Banca. Desde mañana, que entra en vigor, no serán los clientes sino las entidades bancarias las que deberán abonar el siempre disputado impuesto sobre los Actos Jurídicos Documentados. O, lo que debería ser ya una obviedad, la soberanía reside en el pueblo español, como reza el artículo 2º de la Constitución, y no en los banqueros.

Si la derecha política vive hoy en el caos derivado de la corrupción, su brazo togado, insertado ayer por el Partido Popular en el Consejo General del Poder Judicial, se hunde  a través de una larga serie de resoluciones motivadas e influídas por cuestiones de índole política o económica donde se entremezclan tanto prejuicios ideológicos como intereses bastardos. Bien sean sentencias políticas, fallos sociales o interpretaciones económicas, la sombra alargada de la sospecha flota sobre el Convento de las Salesas. Hoy revienta públicamente, hasta tal punto que el Ejecutivo tiene que recordar al Judicial que también es un poder del Estado democrático y no de un Estado preconstitucional.

Carlos Lesmes y Luis Díez-Picazo, responsables de la impresentable reputación del Tribunal Supremo, son dos de esas afamadas togas preconstitucionales que se mueven por los despachos de Génova. Más políticos que jueces, herederos del intocable neofranquismo togado, no acreditan aquella solvencia mínima exigible siempre en el Tribunal Supremo, y aparecen contaminados por todo tipo de vinculaciones político-económicas que borran, ipso facto, cualquier apariencia de imparcialidad. De ahí que la airada opinión pública se pregunte si los magistrados, que han dilucidado la cuestión fiscal de las hipotecas, han actuado por motivaciones ajenas a la escrupulosa aplicación de la Ley.

Allí donde las togas preconstitucionales no llegan, en su muy claro objetivo de socializar un impuesto privado de la Banca, intenta llegar el Partido Popular proponiendo ahora que el Congreso de los Diputados anule este impuesto. Como ya no es posible endosárselos a los ciudadanos, debido al Decreto Ley aprobado ayer mismo por la Moncloa, nada mejor que eliminarlo, aún a costa de los ingresos públicos del Estado. Es una coartada interesada, pro domo de Botín y compañía, de cara a la convalidación del decreto gubernamental obligada en un plazo de treinta días. No hace mucho que el propio Mariano Rajoy, en un alarde de sinceridad que le honra, reconocía abiertamente que él estaba al lado de  los banqueros. Pablo Casado no lo reconoce, pero bien que los sirve en el  Tribunal Supremo y en el Parlamento.

Mucho más taimado y artero es Rivera cuando advierte sobre una posible inconstitucionalidad del Decreto Ley que dice apoyar. Con amigos como  los de Ciudadanos, Sánchez no necesita enemigos, dado que el líder naranja apunta primero al Tribunal Constitucional y luego al Tribunal de Luxemburgo, para tratar  que la Banca recupere lo que acaba de perder. Mientras tanto, de cara al electorado común que comparte con el PP, culpa a los populares de haber nombrado como presidente del Supremo a un incompetente como Lesmes y, en la Sala Tercera, a un insolvente como Díez-Picazo. Pero, sobre todo, acusa a Pablo Casado de haber dinamitado casi todo el prestigio del Tribunal Supremo en vísperas del juicio a los dirigentes soberanistas catalanes.

Efectivamente, si Lesmes agradeció al fallecido juez instructor del 1-O en Cataluña que cambiase "el rumbo de la Historia de este país", cabe preguntarse hoy sobre la garantía de imparcialidad de la Sala Segunda de lo Penal que va a juzgarlos. El reciente homenaje a la memoria de Juan Antonio Ramírez Suñer, señalado el miércoles pasado por el profesor constitucionalista Pérez Royo, es lo que le faltaba al Supremo cuando el Gobierno acaba de enmendarle la plana judicial. Ese gobierno de los jueces, al que aspiraban los togados preconstitucionales, se hunde hoy en el oprobio. Así como esa Tercera Cámara jurídica de facto, con la que tratan de sustituir o arrinconar a los restantes poderes ejecutivo y legislativo, desplazando hacia sus propias puñetas, no precisamente mani pulite italianas sino manos sucias hispanas, decisiones políticas que no les conciernen.

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