Fuego amigo

Sospecho que soy sospechoso

El llamado terrorismo internacional está consiguiendo uno de sus principales objetivos: aterrorizar a la población. Lo que provoca no pocas situaciones absurdas. Como ahora resulta que el retrato robot del terrorista es un tipo joven, de aspecto y acento árabe o paquistaní, si te encuentras a alguien de estas características en la cola de la pescadería o en el metro lo primero que piensas no es que le guste el pescado o tenga un pariente al otro lado de la ciudad, sino que va cargado con un cinturón de bombas para autoinmolarse en nombre de Alá dentro de unos minutos.
El miedo se autoalimenta. En las grandes concentraciones humanas basta con que alguien encienda la mecha de la sospecha, del rumor, que pronuncie la palabra maldita, para que prenda una ola de pavor que acaba en avalancha, con el resultado de cientos de muertos. Y todo porque alguien captó al vuelo la conversación de que no sé quien había conseguido una bomba... para hinchar las ruedas de la bicicleta.
A los pasajeros de un avión de Málaga con destino a Manchester no les gustó el aspecto de otros dos pasajeros jóvenes "de apariencia asiática o árabe" por el sospechoso detalle de que hablaban raro y llevaban puestas cazadoras, cuando con "la caló" que hace en Málaga en verano lo suyo es ir en camiseta. Una familia encendió la mecha, y prendió como la pólvora en el resto del pasaje, porque así de combustible es la materia con que está hecho el terror: o se bajaban los sospechosos o se negaban a volar. Y vino la policía, y en lugar de detener a los propaladores del bulo y aplicarles asistencia psicológica, apeó del avión a los dos "sospechosos", bajo la acusación imposible de ir disfrazados de terroristas, supongo.
Ayer mismo, otros doce pasajeros de un avión que había partido de Amsterdam hacia Bombay también les resultaron sospechosos al capitán de la aeronave. Así que éste se dio media vuelta en el aire y se volvió a Amsterdam donde los entregó a la policía, sin que hasta este momento se sepa de qué los acusan.
En algunos aeropuertos han incrementado el número de "especialistas" en comportamientos sospechosos, que no sé muy bien en qué puede consistir tal especialización, algo así como el encargado de la detención preventiva de los pasajeros con actitudes equívocas, con cazadoras de verano excesivamente abultadas y calurosas, parpadeos excesivos, sudoraciones extemporáneas, tosecitas nerviosas, picores enfermizos y cosas por el estilo, sabuesos capaces de leer ese lenguaje corporal delator de los asesinos y suicidas en potencia. La leche, vamos.
Me recuerda la cantidad de tonterías que hacemos cuando en carretera nos para la Guardia Civil de Tráfico. Lo primero en que pensamos es cuándo fue nuestra última violación, los últimos stop que nos hemos saltado, las multas que tenemos pendientes, la fecha de la pasada ITV, y nos palpamos nerviosamente el cuerpo en busca de la cartera, por si fatalmente nos hemos olvidado en casa el carné de conducir. Menos mal que es un guardia civil que está acostumbrado a que todos hagamos las mismas tonterías nerviosas, menos mal, porque uno de estos nuevos especialistas del aeropuerto ya nos hubiera descerrajado un tiro antes de poder alegar algo en nuestra defensa.

Yo, concretamente, tengo una cara de sospechoso que no me aguanto, y me preocupa mucho viajar en avión, aunque mi mujer pretenda tranquilizarme con que soy simplemente feo. Yo sospecho que soy sospechoso.
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El cabo topógrafo (III parte)
Mira, pensaba, a lo mejor esta cara de moro y este bigote que tanta rechifla han causado en mi vida civil me sirven para despistarme entre las filas enemigas. Lo cierto es que en trance tan angustioso apenas se consigue ver con nitidez ni el uniforme, ni el paisaje, más allá de una braza, velado todo por una niebla sólida. En su carrera por zafarse de aquella cortina tropezó con algo blando que le hizo caer al suelo. Un cadáver. Anda que no es grande el desierto y voy a tropezar con un cadáver, se lamenta. Un muerto de no se sabe qué ejército porque en esta merdé de guerra, con tropas de cuarenta países en danza, no hay dios que se entienda. Español no es, desde luego. Y tiene más cara de moro que él, que ya es tener.
El cabo Manuel tomó en este punto otra determinación sumamente peligrosa, sólo disculpable porque había visto muy pocas películas de guerra: pensó que si se vestía con el uniforme del enemigo acaparaba todas las posibilidades de acertar. Por ejemplo, si se topaba con las tropas de Sadam Hussein, pues se ponía a atarse una bota, como si tal cosa, que ya se despistaría nuevamente entre aquella espesura de polvo: si con este rumbo tropezaba con el enemigo, era evidente que bastaba con tomar el contrario para encontrarse con los suyos. Ahora bien, si al fin hallaba a sus compañeros, pues miel sobre hojuelas, porque era fácil deshacer el equívoco aunque le vieran con el uniforme iraquí. Les diría, hola, muchachos, no disparéis, que soy yo.
-¡Hola, muchachos, no disparéis, que soy yo! -gritó cabalmente el cabo Manuel cuando la disipación súbita de la tormenta de arena le permitió ver a treinta metros a sus compatriotas. No pudo decir ni una palabra más porque una bala ardiente le pasó rozando la sien y lo tumbó sin sentido en aquel colchón esponjoso de polvo en que se habían convertido las dunas.

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