Fuego amigo

De Finlandia a Galicia

Pues sí. Parece que hay tregua en el terrorismo incendiario de mi tierra. Y, como os prometí, quisiera demorarme en algunas consideraciones sobre mi reciente viaje a Finlandia, un país que, como dice mi cuñada finlandesa, se parece tanto a Galicia, por sus bosques y su climatología lluviosa. Tanto se parece que también padece una sequía como no se recuerda en un siglo, hasta el punto de que se han prohibido las barbacoas en los bosques, una cultura tan arraigada en su población como entre nosotros la paella. En el sur, desde Helsinki al comienzo del círculo polar, pozos que parecían inagotables se están secando, y las frambuesas y los arándanos silvestres que tapizan los bosques alcanzan un tamaño raquítico por falta de lluvias. Invertimos toda una mañana de recolección para juntar ejemplares de suficiente tamaño para una tarta de frutillos del bosque más o menos apañada (el que quiera la receta, que me la pida: vale también para las moras que empiezan a estar ahora en sazón).
He hablado con los dueños de las cabañas de varias zonas de Finlandia, y todos coinciden en su angustia por el cambio climático, que en un país que vive sobre todo de la industria maderera y de los productos del campo puede alcanzar tintes trágicos. En la ciudad de Oulu, al norte, a las 4,30 de la tarde estábamos a 23 grados de temperatura, y en la primera ciudad del círculo polar, a las 7,30 de la tarde disfrutábamos, es un decir, de 22 grados, algo inconcebible en el mes de agosto por aquellos lares. Tengo la impresión de que he visto una falsa Finlandia, algo así como conocer Santiago de Compostela sin lluvia.
Continuando con las comparaciones, en mi casa de Ourense, a 12 kilómetros de la capital, no cuento con cobertura de teléfono móvil. En Finlandia es tal la cobertura telefónica que la batería de mi móvil se mantuvo en la carga máxima durante una semana (como sabéis, cuanto peor es la cobertura, más consumen los móviles en su intento de búsqueda de conexión). En uno de sus miles de lagos, nos agenciamos una barca y con ella nos trasladamos a una islita estratégicamente colocada en su centro. Contra toda lógica, había una señal telefónica potentísima. Y había unas percas maravillosas. Ocho de ellas tuvieron la delicadeza de picar en mi anzuelo. Por la noche nos hicimos una de las sopas de pescado tradicionales de Finlandia, cocinada por la madre de mi cuñada. Exquisita. La sopa. La madre de mi cuñada, también. (También tengo la receta, por si a alguien le interesa. Me refiero a la receta de la sopa. Yo ya la he repetido con cocochas de merluza y está igual de sabrosa).
Y como no podía ser menos en un país cuya segunda religión es la naturaleza (la primera es la luterana), existe un poderoso sentimiento ecologista inculcado desde la escuela que quizá serviría para un capítulo de nuestra futura asignatura de Educación para la ciudadanía, esa educación que la derecha religiosa española ve como una amenaza a la asignatura de religión. Vapordiós. Ni en las orillas de ríos y lagos, ni en los bosques, ni en las zonas de descanso de las carreteras se ve el rastro de una botella, una bolsa de plástico o una lata de cerveza. Para ello, y como ayuda institucional, en muchos envases va impresa la cantidad de 0,15 euros, a reintegrar cuando se retornen. En muchas cadenas de supermercados existen máquinas que, tras recoger los envases vacíos, devuelven el dinero.

Y ya que hablamos de religión, es digna de ver la diferencia entre una cultura católica y otra luterana. Los cementerios son un modelo de discreción, con lápidas sobrias, cuidadosamente alineadas, donde desconocen la existencia del boato ni la magnificencia de los grandes catafalcos y capillas funerarias de las familias ricas católicas que hacen ostentación estúpida de su riqueza hasta en las puertas del averno. Y si entráis en una iglesia (no sé, pero al entrar me pareció oír una voz sobrenatural ahí arriba que decía: ¿qué coño hace aquí el Manolito?) recibiréis una lección práctica sobre la filosofía de la reforma protestante en directo: desnuda de estatuas, vírgenes, santos, sin apenas ornamentos ni mármoles de Carrara, ni pan de oro tapizando paredes o retablos, y sí cientos de breviarios a la entrada para la participación coral en los rezos. Si dios existiese me haría luterano. Bueno, creo que él también sería luterano.
Es un país con escasos tramos de autopista, aunque de carreteras bien pavimentadas. No he visto un solo policía de tráfico en los mil quinientos kilómetros que me metí en el cuerpo. Pero sí la colección más completa de radares que vi en mi vida. En el entorno de las ciudades, en un radio aproximado de veinte kilómetros, existe un radar cada cinco kilómetros, y unas desesperantes limitaciones de velocidad de cien, ochenta y sesenta km/h., según la cercanía a algún grupo de casas, que ponen a prueba a diario el muy templado carácter finlandés. A la velocidad exacta, me sobrepasaron cinco coches en total: dos con matrícula alemana, y tres con matrícula rusa. A mi vuelta, en el viaje de Madrid a Ourense, me entretuve en contar cuántos coches podrían sobrepasarme a la velocidad "legal" de 130 km./h en autopista (cuento con el porcentaje de error de mi cuentakilómetros y la benevolencia del radar de Tráfico). Salvo alguno que se me haya despistado, aunque sí se nota una bajada media general en la velocidad de los vehículos, me adelantaron unos treinta coches en el trayecto de 500 kilómetros. Se ve que ninguno de sus ocupantes había viajado por Finlandia.
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(Meditación para hoy: Cuando esto os escribo, hace un rato terminó el partido de fútbol entre las selecciones de España e Islandia, con el resultado de empate a cero goles. España cuenta con una población de 40 millones. Islandia, con una población de 300.000. O los islandeses nacen con un balón bajo el brazo, o algo huele a podrido en el fútbol español. Digo yo, aunque confieso que de esto no entiendo un carajo. Un carallo, si se me permite.)

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