Los genes están de moda. Atrás quedan los grandes enfrentamientos científicos y políticos de otrora, en los que se discutía sobre la posibilidad de influenciar los genes desde afuera, los debates encendidos y los desenlaces trágicos que conmovieron al mundo en la época de Mendel y luego, mucho peor, en las de Lamarck, Lyssenko y Michurin. Para el ideario marxista nada escapaba a la sociedad, y si bien el gran barbudo nunca se pronunció sobre esta materia, sus continuadores lanzaron una cruzada brutal contra los dubitativos que llevó a muchos al calvario y la muerte.
La ciencia de los genes, o sea, la genética, tuvo su consagración con el descubrimiento de la estructura de los cromosomas y de la celebérrima "doble hélice", de Watson y Crick. Este descubrimiento abrió las puertas al estudio experimental y detallado de los genes y de los factores que podían contar en sus mutaciones y dio la posibilidad de introducir modificaciones moleculares en las células con todos los fines imaginables: para empezar, curar enfermedades o provocarlas. Lo que quedaba cada vez más claro es que no hay modificaciones genéticas tan sencillas –y por qué no las hay– que puedan inducirse aplicando unas cremitas cosméticas en tal o cual zona de la piel.
Los genes se han vuelto mágicos. O, mejor (o peor): la ciencia se ha vuelto una vaca sagrada. Se usan las estadísticas sin entenderlas –de los cuatro muertos en un accidente, dos no llevaban puesto el cinturón de seguridad–. ¿Y si los otros dos murieron por llevarlo puesto? Unos neumáticos frenan hasta tres metros antes que el común de los neumáticos. ¿También si el coche viaja a un kilómetro por hora? ¿O a 200?
Los publicitarios, los encargados oficiales de las campañas publicitarias del Gobierno, los jefes de redacción, los propios redactores y locutores deberían seguir cursos de ciencia elemental para no caer en groserías tan flagrantes y tan nocivas para el público. La ciencia tiene respuestas, pero hay que saber formularle las preguntas.
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