Traducción inversa

Desde mi barrera

En aquel tiempo la fiesta se reducía a sacar un toro cada tarde por las calles de Borriana, en un recinto acotado. Las familias se reunían en los balcones y recibían invitados a los que agasajaban a la manera tradicional, con cacahuetes y altramuces. La diversión consistía en esperar religiosamente a que el animal pasara por delante de casa, hecho que solía ocurrir en contadas ocasiones. Un solo toro era perseguido por una docena de mozalbetes sucios, descamisados, agitanados y torrefactos bajo el sol mediterráneo. Lo cogían del rabo, lo golpeaban con cañas, lo rondaban con desparpajo aprovechando sus problemas de movilidad sobre el asfalto. Eran las fiestas patronales de septiembre, en honor a una virgen ahogada en un manantial. Uno era un adolescente poco amigo de las convenciones, sobre todo de esta. Uno se aburría soberanamente en el comedor mientras la familia cumplía un rito ancestral aburriéndose a su vez en el balcón. Y la sensación, al principio difusa pero cada vez más diáfana, de que todo aquello no tenía ningún sentido. Por eso, supongo, cuando de pequeño me preguntaban si quería ser torero yo respondía: "No, quiero ser toro".

El miércoles el Parlament de Catalunya prohibió el toreo de plaza ante la indignación más o menos interesada de los amigos de la "Fiesta Nacional". Es hora de explicar a estos señores que un país cuyo emblema superior consiste en clavarle un pullazo a un astado o en dejarlo ciego al embolarlo es un país podrido. Quisimos ser europeos, con todas las de la ley, para acabar con todo eso. Catalunya ahora y Canarias antes han dado el primer paso. La lucha continúa.

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