Punto de Fisión

Redescubrir el Congo con retraso

Redescubrir el Congo con retraso

Hay serias dudas sobre si Cristóbal Colón fue el primero que descubrió América o si se le adelantó un vikingo o un indio. Durante siglos, las disputas sobre su lugar de nacimiento fueron enconadas, aunque finalmente se impuso la teoría de que el insigne navegante catalán nació en Savona, muy cerca de Génova, y no en Barcelona, por un capricho parecido al de Cervantes escribiendo en castellano y no en catalán, su idioma materno. No obstante, con los últimos movimientos iconoclastas de reivindicación a toro pasado, es posible que hasta Savona delegue el deshonor de haber dado a luz a uno de los principales traficantes de esclavos del mundo por miedo a que le acaben pegando fuego a la ciudad. No quiero dar ideas, pero verás el día en que estos mismos revisionistas se pongan a leer a Shakespeare o a Cervantes y descubran lo racistas que eran, las cosas que decían uno sobre los judíos y otro sobre los gitanos.

Con Cristóbal Colón las cosas siempre se enfangan un poco: ya advertía García Márquez que no le gustaba ni siquiera mencionarlo porque el almirante tenía la pava, una expresión colombiana para el gafe, el atractor de mala suerte. Aun así, se atrevió a novelar el episodio del Descubrimiento en el anacronismo fabuloso de El otoño del patriarca, cuando los delegados del dictador vienen a darle la noticia de que han desembarcado en la playa unos tipos muy extraños montados en una vieja carabela y vestidos como la sota de bastos. No menos anacrónico, aunque sí más ridículo, resulta juzgar a Colón ahora, con cinco siglos y muchas coordenadas morales de retraso, y ponerse a derribar estatuas por la conexión directa del tráfico de esclavos con la rodilla de un policía asfixiando el cuello de George Floyd.

En medio de este postureo iconoclasta de alcance universal, Ada Colau quiere salvar el Colón barcelonés al menos como semáforo, con una placa que explique el contexto histórico y tal, mientras que Teresa Rodríguez es más partidaria de la destrucción de símbolos y de redescubrir América. Han profanado también las efigies de Churchill y de Gandhi, y hasta puede que profanen las botellas de vino dedicadas a Hitler en Casa Pepe, última reserva espiritual de occidente. Quién iba a decir que el progreso consistía en pintarrajear monumentos, al estilo de las turbas palestinas cuando se ponían a quemar espantapájaros con una careta de Reagan.

Al contrario que Colón, Gandhi o Churchill, un personaje que sí merece el olvido eterno es el rey Leopoldo II de Bélgica, responsable de uno de los mayores genocidios de la era contemporánea, el que tuvo lugar en el Congo bajo su mandato, y en el que se calcula que murieron entre diez y quince millones de personas, unos dos Holocaustos aproximadamente. Está muy bien reivindicar la memoria de las víctimas y escupir el legado del monarca genocida y todos sus colaboradores (uno de los principales, por cierto, el gran explorador Henry Morton Stanley, lo digo por seguir dando ideas), pero estaría mucho mejor intentar detener una guerra que se prolonga ya décadas en la misma región, el mayor conflicto armado desde la Segunda Guerra Mundial, con millones de muertos y refugiados, violaciones en masa, epidemias, hambrunas y docenas de ejércitos y milicias involucradas. Entre las muchas infamias del infierno congoleño, los indignados con retraso podrían hacer algo por esos cientos de miles de niños esclavos que mueren hoy de asfixia y agotamiento en las minas de coltán sólo para que nosotros podamos teclear en nuestros móviles y ordenadores, pero qué va, están muy ocupados con el pasado. Al ritmo que llevan, habrá que esperar un siglo por lo menos.

 

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