Fuego amigo

La doble moral de los piratas

La moral es como la vida misma: remedando a Campoamor, nada es moral o inmoral; todo es según el color del cristal con que se mira. Uno de los padres de la Constitución americana, abolicionista de pro, mantenía en sus algodonales no menos de cien esclavos negros. Los dictadores católicos, como nos recordaba Bono el otro día, comulgaban piadosos, todavía chorreando de sus manos la sangre de sus víctimas. Yo, sin ir más lejos, defensor de los animales, incluso de casi todas las personas, suspiro por una tajada de foie gras de oca torturada.

Las costumbres dan por buenos comportamientos inmorales, e intentar acabar con ellos (véase, si no, la fiesta de los toros) supone a veces toda una catarsis colectiva.

Somos muchos los que jamás asaltaríamos un banco o a un viandante para robarles, pero que no consideramos delito comprar mercancía robada, como un disco en el top manta, producto del robo de la propiedad intelectual de un músico, o las manzanas que cuelgan del manzano de un agricultor, o las uvas de su viñedo.

Desde que nació Internet nos hemos hecho a la idea de que todo es gratis. Cine, fotografía, música, literatura... al alcance de la mano, como si no tuviesen dueño, sin reparar en que a menudo estamos traspasando la cerca del vecino para obtenerlo.

Ayer, cientos de músicos se manifestaron en Madrid para exigir al gobierno que ponga coto a un robo que puede acabar con la industria y, por lo tanto, con los autores mismos. Nos han hecho ver, muy oportunamente, ahora que los piratas están de moda, cómo todo un país condena sin misericordia a los somalíes, mientras con nuestra doble moral hacemos de piratas de su música y sus empleos. Trampas a las que nos someten los cristales de colores.

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