Fuego amigo

Los humoristas no se ríen

En Brasil se han echado a la calle los humoristas porque las autoridades han prohibido por decreto divulgar, en emisoras y periódicos, imágenes o afirmaciones que puedan "denigrar o ridiculizar" a cualquiera de los candidatos a la presidencia del país en las próximas elecciones del 3 de octubre. Inexplicable. Ahora que en nuestra Antena 3 comienza "El club del chiste VIP", con los políticos trabajando de humoristas (oficialmente, por fin), los brasileños caminan con el pie cambiado y pretenden destruir el espejo en el que mirar las miserias de los mandatarios públicos, ese espejo del Callejón del Gato que es el humor, que no tiene piedad de famas y cuyo contacto todo lo corroe.

Lo que demuestra que el miedo a la crítica no es privativo de sociedades dictatoriales o totalitarias. Basta con rascar en la piel de países como Italia o Venezuela para comprobar que la restricciones a la libertad de opinión y crítica son un recurso recurrente, con el empleo de los más variados y peregrinos argumentos, y siempre por nuestro bien, por supuesto.

Nuestro viejo régimen era un especialista en el asunto. Obreros y estudiantes en huelga pasaban a ser delincuentes comunes por orden administrativa, los detenidos se suicidaban sospechosamente tirándose de las ventanas de dependencias policiales, los grupos de resistencia armada de la posguerra, el maquis, eran simples bandoleros, y todo opositor al régimen formaba parte de una confabulación judeo-marxista-masónica, pagada por un inagotable tesoro guardado en algún lugar de Moscú, que tenía como objetivo la destrucción de España a golpe de talonario.

Para aquel régimen, hasta los homosexuales, "que apenas existían", por cierto, eran delincuentes peligrosos a los que se les aplicaba la reformada "Ley de vagos y maleantes" nacida en la República. Hay "delitos" y situaciones que ciertas sociedades no pueden consentir, así que mejor es que no se hable de ellos. La Ley para la Seguridad del Estado de 1941 intentaba poner coto al "menosprecio público de las más esenciales prerrogativas de la autoridad".

En ese caldo de cultivo fascista, el humor tuvo que hacerse "blanco", libre de toda crítica pública y política, al que se permitía antes un leve desahogo de cierta tensión sexual que la más leve crítica a la autoridad, fuese política, religiosa o militar, por supuesto. Pero como el censor (y de esto yo sé mucho, os recuerdo que soy un aprendiz de censor) se distingue sobre todo por su torpeza de criterio y su incapacidad absoluta para el humor, las publicaciones acudieron al recurso humorístico para burlar a los censores, siempre preocupados por lo mismo, como mi confesor. La Codorniz, "la revista más audaz para el lector más inteligente", llegó a representar un instrumento de propagación de rumores que la prensa del régimen no podía ni mencionar. Más tarde, en el franquismo declinante, revistas como Triunfo, Cuadernos para el diálogo o Cambio16 hicieron un ejercicio soberbio de redacción para "escribir y leer entre líneas", esas líneas que el estúpido censor era incapaz de comprender. Como el dios de Einstein, escribíamos derecho sobre renglones torcidos.

En Venezuela, que se ha revelado como uno de los países de Latinoamérica con mayor índice de asesinatos, muy por encima de las ya míticas cifras de Colombia o México, el gobierno intentó torpemente censurar los datos recolectados por su Instituto Nacional de Estadísticas prohibiendo publicar "fotos, informaciones y publicidad" sobre violencia, sin duda porque la situación de caos e inseguridad que reflejaban esos datos no encajaban bien con la situación idílica de la revolución bolivariana. No lo han conseguido gracias a un tribunal que anuló en parte la orden gubernamental.

Un traspiés, no más. Como sabéis, allí el humor en la información lo pone directamente el presidente Hugo Chávez en su programa televisivo. Si aquí, en una dictadura, conseguimos torear a los tribunales con el recurso del humor, ¿qué tribunal podrá resistirse al ingenio del líder de la revolución democrática bolivariana?

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