Fuego amigo

Que parezca un accidente

Cuando un ilusionista, mago o prestidigitador hace su número ante el público, intenta por todos los medios, pues en ello le va su credibilidad, que no se note la trampa. El éxito depende de su capacidad de crear la ilusión de que es real aquello que los adultos, pasmados por su habilidad, sabemos que es ficción. Sólo las mentes muy impresionables, faltas de entrenamiento, o los niños, creen que se ha producido un milagro.

En mis tiempos de monaguillo me dejé las pestañas intentando ver la trampa, observando por el rabillo del ojo el momento exacto de la transubstanciación, cuando el vino y el pan se convertían en material divino. Ponía el mismo empeño, sin parpadear, que cuando acechaba el rayo verde en las puestas de sol en el mar.

Pero mis curas eran de una profesionalidad tan extraordinaria que jamás les cacé el truco. Dios era más rápido que yo. Por ello doy por bueno que un cura, cuando hace su número de prestidigitación ante sus fieles, audiencia secuestrada por falta de entrenamiento, o un niño como yo, convirtiendo pan y vino en la carne y sangre de no sé cual de sus tres dioses (creo que es el que se traviste de paloma), doy por bueno, digo, que el cura tampoco se cree la ficción.

Pero su clientela ha crecido. Nos estamos haciendo mayores. Tras siglos de éxito, acostumbrados a que sus numeritos levanten pasiones entre un público entregado, piensan que los que no hemos comprado entradas para sus representación lo hacemos porque hemos perdido la capacidad de asombro, la mirada limpia de la inocencia. Así que, con sus teatros medio vacíos, lo que no pueden conseguir mediante el ilusionismo pretenden hacerlo ahora por la fuerza, por la coacción.

Uno de los magos mayores, el obispo de Cartagena, que usa y abusa de una prerrogativa aconstitucional como es la de contratar o destituir profesores en la enseñanza pública con el dinero ajeno del Estado, ha amenazado a los profesores de religión con una carta en la que les advierte: "Nunca olvidéis quién os elige, quién os llama, quién os manda y quién, si se diera el caso, os podría cesar: la Iglesia" (*).

A mí me gustaban más en su moderno papel de embaucadores, contadores de cuentos bíblicos, fabricantes de señuelos, que el que oficiaban (por aquello del Santo Oficio) en las pasadas etapas medievales en las que les daba por inventar sofisticados potros de tortura para defender sus privilegios. Pero parece que como ya no llenan sus locales, han decidido pasar a los viejos métodos que tan buenos resultados les reportaron.

Los profesores están desconcertados por la carta del padrino de Cartagena, asombrados del poder impúdico de la moderna mafia obispal. Cuando el número de magia les falla se convierten en matones y dejan al desnudo su verdadero rostro, mientras el padrino susurra con voz de haberse tragado un licor de cayena: "Ponedme de patitas en la calle a ese profesor, y que parezca un accidente".

——————————————————————-

(*) El verbo cesar no es transitivo, aunque lo diga la Santa Madre Iglesia. Gracias a un aberrante Concordato, los obispos pueden destituir, que sí es un verbo transitivo. Y entonces sí, tan pronto le destituyen, el profesor cesa, que es verbo intransitivo. Es el "destituido" el que cesa en su trabajo, si es que no dimite antes, que también es intransitivo. Así que al verbo cesar lo que es de cesar, y a dios... muy señor mío.

Más Noticias