De cara

El cliente tiene la culpa

Más que nada como simple mecanismo de desahogo, el aficionado del Atlético despotrica estos días contra los que gestionan sus emociones, los dueños absolutos de un club, el de sus amores, que parece romperse a propósito en pedazos. Pero no se asusten, no es un movimiento organizado ni aglutinador, es más bien el runrùn de las tertulias de toda la vida, las de oficina y cafetería, y las de la modernidad, las que vuelan por la red al calor de las nuevas tecnologías (esas a las que Manzano recomienda a los atléticos no atender). En todo caso, da lo mismo: a los que gestionan esas emociones, siempre en beneficio personal, a los dueños de un club que hace 20 años ya no es de sus seguidores, el murmullo en contra les entra por un oído y les sale por el otro. De hecho, ese es el secreto de su longevidad. Bueno, ese, y el paradójico respaldo de esa hinchada que a menudo llora y a ráfagas se queja.

El aficionado del Atlético, nunca unido, a trompicones, descarga desde hace tiempo sus frustraciones en el debe de esos dueños de los que de palabra se distancia. Da lo mismo si han convertido el doblete de hace un año en prehistoria, si el Kun se prepara para aplicar sobre los rojiblancos la cerdada de todos los tiempos, si la plantilla se rebaja a conciencia o si regresa siete años después elevado casi a la categoría de héroe uno de los responsables directos de sumergir al Atlético en la mediocridad. Da igual, en la intimidad, la culpa siempre la tienen los dueños.

Y, la verdad, menos en lo de la guarrada que tiene entre manos el Kun, soy de la misma opinión. Pero con un matiz decisivo: la responsabilidad final de que esa mala gestión perdure en el tiempo no es tanto de quienes la ejecutan como de quienes la consienten. De los que la respaldan año a año con su silencio en el campo y su inmovilidad, de los que renuevan su abono, le hagan lo que hagan, escudados en un sentido de la fidelidad que convierte la institución en un enrevesado laberinto sin escapatoria. Sólo 4.000 bajas tras una campaña tan desoladora es el gran triunfo de los dueños, su mejor aval para permanecer. El Atlético es el negocio del siglo: pase lo que pase, los consumidores no se van nunca. ¿Por qué van a renunciar entonces los dueños a una propiedad tan jugosa? ¿Para qué van a plantearse cambiar si nunca ocurre nada? El Atlético, siempre tan particular, ha distorsionado en su perjuicio la ley esencial del mercado: aquí el empresario siempre tiene la razón. Se la regala a ciegas un cliente definitivamente singular, el hincha del Calderón.

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